viernes, 15 de octubre de 2010

Tarde, compañero

La virulencia de un acto irracional pero justificado sembró la migraña. La adrenalina se secó, y tras la piel levantada sólo quedó una moqueta roja que se deshacía en un goteo continuo. Y sus ojos. Una cueva de murciélagos, eso es lo que eran. Y vaya nudillos, abiertos como un huevo roto, imposibles de reconstruir.

Aun sin sensibilidad en las manos, sólo le preocupaba el dolor de cabeza que comenzaba a clavarse sobre sus nervios. Desde que el individuo al que golpeó dejó de moverse, no había sido capaz de abrir los ojos por culpa de la jaqueca. Los apretaba con ansiedad, deseoso de que desapareciese aquella orquesta de golpes de martillo y palas oxidadas que se clavaban en su cerebro.

No se oye pensar. Oye a su dolor, un grito enfermo; y nota cómo el peso de sus actos cae hacia un suelo lleno de grietas. Pero entre todos los sonidos que evoca, no encuentra el de su voz.

Intenta relajarse, de veras que lo intenta; pero sabe que está fuera de su control. Mientras sus dientes luchan por atravesarse los unos a los otros, las sienes le oprimen el cráneo de la misma forma que una imprenta aplasta un folio para entintarlo. El calor tampoco ayuda a su estado. Sudor culpable, que se torna frío como castigo. Y entre temblores, continúa sumergido en un lago de ruidos, en un huerto que rastrilla su cabeza y planta dinamita bajo sus sentidos.

Explota la conciencia. Las ideas se ordenan caóticas tras el estallido y la maraña de sentimientos cobra sentido. La tormenta se disipa y las aguas recuperan su ritmo habitual.

Cuando consigue diluir el dolor, el sol cubre su espalda, obligando al cuerpo que tiene bajo sus pies a hundirse en la silueta de su agresor. Está algo incómodo, pero a pesar de todas las molestias que provoca un ataque de ira acumulada, se siente liberado.

La culpabilidad emigró hacia costas menos sucias, y pudo oirse a si mismo felicitándose, sabedor tras tantos miedos de que las armas de la moral no pudieron con él.

Una sirena le sacó de sus pensamientos, y el rastro de polvo que levantó al iniciar la carrera sirvió de manta a su víctima. Puso a prueba los músculos de sus piernas y huyó lo más lejos posible, para que así la justicia de los hombres no interrumpiese su vendetta.

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