sábado, 11 de julio de 2009

Friday Night Live

Una llamada al móvil me salva de ser víctima de un viernes mortecino. Desconozco el plan, lo que hace más interesante el destino.

Llegamos.
Una vez dentro del hotel, aparecen las primeras caras conocidas. Mala señal. Reticente, doy un paso hacia adelante y penetro en el ascensor. Sexto piso. Nos esperan arriba, entre la mayor crema que puede albergar un garito de entrada gratuita. Nada más salir de la caja metálica, el recuerdo playero de aquellas noches de agosto en Tarragona se hace presente con la primera jauría de pelos modernitos que ocupa el pasillo principal. Tras podar las primeras cabelleras y darme cuenta que mi camiseta de Hendrix no combina con la indumentaria del resto de los asistentes, comienzo a serpentear hasta llegar al centro de la azotea.

Mucha gente...
Chicas guapas...
Buena música...

¿Buena música? ¿Qué coño ocurre aquí?

Welcome to Miami. La caspa nacional no aparece por ningún lado. Buena señal. Llegamos hasta nuestros amigos. Los blancos asientos les servían de refugio improvisado, cuasi-reservado gracias a sus contactos, protegidos bajo la brisa de la noche por un ejército de ron y gin tonic. Sabían montárselo. No hay nada como hacerte colega del dueño de un local para que te traten bien. Un buen sitio, botellas caras y vistas más que interesantes. Una vez sentados, con la copa en la mano y el champán enfriándose, me di cuenta de que ser el rey visto desde dentro es cuestión de actitud. Sin embargo, desde fuera, se trata del básico juego de las apariencias. Las miradas se centraban en los tipos de la risa floja. La gomina de los mirones dejó de hacerles efecto, su ropa comenzó a quebrarse y las etiquetas de sus caras ropas se desprendieron del tejido. Brillante sencillez, la envidia os pudre. Brindé con mi mojito a la salud del dj, el verdadero sheriff de la noche, y le di un beso a mi móvil.

Bendita esperanza nocturna.

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